Ghost and Goblins: crónica de un entrenamiento masoquista
Publicado: 27/01/15 4:35
Hay juegos que nos marcan de pibes.
De chico, me acuerdo de haber sido atraído por los survival horror de entonces. Siendo un hijo de los 80s, no estoy hablando del Resident Evil, sino de la saga que Capcom iniciara antes. Más de 400 años antes.
Recuerdo haberlo jugado en arcades primero. “El jueguito del cementerio”, con esa melodía que siempre asociaremos a esquivar zombies de rojo y saltar sobre lápidas, manejando ese patético caballero que solía llevar armadura y nada más que calzoncillos.
Eventualmente, niño malcriado, pude tenerlo para Family. Hasta llegué, alguna vez, al final del cementerio, donde me esperaba demostrando su carácter, el mismísimo Red Arremer (que más tarde tendría hasta sus propios juegos). Sentado, te deja darle el primer golpe, para después aniquilarte inmediatamente.

Volver a empezar. Intentar matar los zombies, esquivar los disparos de las plantas carnívoras, que no te peguen los putos cuervitos azulados. Te atacan desde todos los flancos, y mi pobre coordinación mano-ojo de entonces, con 7 añitos, apenas me llevó una vez hasta el stage 1-2, donde los blancos demonios que salían de las ventanas siempre me mataban, habiéndome pegado primero los pequeños gremlins azules que emergían de las torres de hielo.

Este juego no tiene Continue. Es vuelta a empezar.
Como buen niño malcriado que tiene varios juegos, me resultó un desafío demasiado cruel, demasiado frustrante, demasiado letal. Pronto fue reemplazado en mis prácticas diarias por juegos que podía dominar... un poco más, al menos. Y quedó olvidado.
Unos años más tarde me compré una Snes, di vuelta el MarioWorld, y conseguí otro juego de Survival Horror. El juegazo de terror de la generación de los 16 bits, con toda la creativad de Konami y la mejor música que generara la consola, a mi gusto. Super Castlevania 4.
Y me volvieron a romper el culo. Nunca pude pasar al jefe del Stage 4, Koranot, ese gólem enorme que arrojaba bloques por toda la pantalla y te forzaba a calcular varios ejes al mismo tiempo. Mi coordinación de 10 años no permitía tanto cálculo, y el bicho siempre me mataba.
Hace unos ocho meses, estimo, retomé el CV4, con un Joy USB de Snes y corriendo Higan, que es el emulador más preciso que hay para la consola. Pude jugarlo un buen rato, y con orgullo hoy digo que puedo darlo vuelta, exorcizando aquél viejo fantasma que me quedó de mi infancia.
Pero había un fantasma más por liquidar. Uno de los que hoy, vía Google, sabemos es un juego que fue la pesadilla de varios. Vi muchas speed runs reales. Vi muchas TAS. Vi el speed runner de la última AGDQ ser masacrado varias veces (y ésos chabones son requetepro).
Conseguí un Family. Retomé mi viejo vicio... y al fin se me dio la oportunidad de sacarme las ganas. De vengarme por tantas veces que quedé convertido en esqueleto. De hacer justicia por los cientos de minutos puestos con la misma melodía de fondo, sin pasar del stage 1-1.
Faker me dio el juego la última vez que estuve en Buenos Aires, de su propia colección. Ahora el compromiso asumido era total; tengo que vencerlo.
Vengo practicando al menos una hora diaria desde entonces. Como quien va al gym, o estudia, con la misma disciplina. Siempre llegando más lejos.
La primer semana fue frustrante. Ni salía del cementerio. Pasaba más tiempo viendo la forzosa intro del juego (que no se puede saltear), que jugándolo. No sabía si subir las escaleras y tomar por arriba o no. No sabía si saltar sobre la plataforma móvil o no. Cada enemigo que aparecía era una sorpresa.
Eventualmente, llegué a descubrir dónde conseguir la armadura de repuesto, saltando en un islote.

Y los patrones de los enemigos se me fueron haciendo evidentes. Dejó de ser una aventura espontánea y se convirtió en la visualización de sprites con velocidades fijas, señales sonoras pautadas y cajas de colisión definidas.
Entré en un Estado Zen que me dejó pasar el primer nivel, incluyendo los chillones “Burritos de la muerte” voladores. Me encontré con el primer jefe, que a fuerza de ataques y agacharme durante sus disparos, siempre terminaba arrollándome.
Hasta que encontré la manera de manipularlo. Era cuestión de acercarme a la distancia justa, disparar para hacerlo que saltara, y avanzar. Y el gigantesco cíclope unicornio retrocedía como un cachorrito asustado, a merced de mis disparos.

No tardé mucho más en aniquilar ese primer Boss, y pasar ese escenario. Mi primer jornada estaba terminada y yo podía darme brevemente por satisfecho.
Nada más errado.
De chico, me acuerdo de haber sido atraído por los survival horror de entonces. Siendo un hijo de los 80s, no estoy hablando del Resident Evil, sino de la saga que Capcom iniciara antes. Más de 400 años antes.
Recuerdo haberlo jugado en arcades primero. “El jueguito del cementerio”, con esa melodía que siempre asociaremos a esquivar zombies de rojo y saltar sobre lápidas, manejando ese patético caballero que solía llevar armadura y nada más que calzoncillos.
Eventualmente, niño malcriado, pude tenerlo para Family. Hasta llegué, alguna vez, al final del cementerio, donde me esperaba demostrando su carácter, el mismísimo Red Arremer (que más tarde tendría hasta sus propios juegos). Sentado, te deja darle el primer golpe, para después aniquilarte inmediatamente.

Volver a empezar. Intentar matar los zombies, esquivar los disparos de las plantas carnívoras, que no te peguen los putos cuervitos azulados. Te atacan desde todos los flancos, y mi pobre coordinación mano-ojo de entonces, con 7 añitos, apenas me llevó una vez hasta el stage 1-2, donde los blancos demonios que salían de las ventanas siempre me mataban, habiéndome pegado primero los pequeños gremlins azules que emergían de las torres de hielo.

Este juego no tiene Continue. Es vuelta a empezar.
Como buen niño malcriado que tiene varios juegos, me resultó un desafío demasiado cruel, demasiado frustrante, demasiado letal. Pronto fue reemplazado en mis prácticas diarias por juegos que podía dominar... un poco más, al menos. Y quedó olvidado.
Unos años más tarde me compré una Snes, di vuelta el MarioWorld, y conseguí otro juego de Survival Horror. El juegazo de terror de la generación de los 16 bits, con toda la creativad de Konami y la mejor música que generara la consola, a mi gusto. Super Castlevania 4.
Y me volvieron a romper el culo. Nunca pude pasar al jefe del Stage 4, Koranot, ese gólem enorme que arrojaba bloques por toda la pantalla y te forzaba a calcular varios ejes al mismo tiempo. Mi coordinación de 10 años no permitía tanto cálculo, y el bicho siempre me mataba.
Hace unos ocho meses, estimo, retomé el CV4, con un Joy USB de Snes y corriendo Higan, que es el emulador más preciso que hay para la consola. Pude jugarlo un buen rato, y con orgullo hoy digo que puedo darlo vuelta, exorcizando aquél viejo fantasma que me quedó de mi infancia.
Pero había un fantasma más por liquidar. Uno de los que hoy, vía Google, sabemos es un juego que fue la pesadilla de varios. Vi muchas speed runs reales. Vi muchas TAS. Vi el speed runner de la última AGDQ ser masacrado varias veces (y ésos chabones son requetepro).
Conseguí un Family. Retomé mi viejo vicio... y al fin se me dio la oportunidad de sacarme las ganas. De vengarme por tantas veces que quedé convertido en esqueleto. De hacer justicia por los cientos de minutos puestos con la misma melodía de fondo, sin pasar del stage 1-1.
Faker me dio el juego la última vez que estuve en Buenos Aires, de su propia colección. Ahora el compromiso asumido era total; tengo que vencerlo.
Vengo practicando al menos una hora diaria desde entonces. Como quien va al gym, o estudia, con la misma disciplina. Siempre llegando más lejos.
La primer semana fue frustrante. Ni salía del cementerio. Pasaba más tiempo viendo la forzosa intro del juego (que no se puede saltear), que jugándolo. No sabía si subir las escaleras y tomar por arriba o no. No sabía si saltar sobre la plataforma móvil o no. Cada enemigo que aparecía era una sorpresa.
Eventualmente, llegué a descubrir dónde conseguir la armadura de repuesto, saltando en un islote.

Y los patrones de los enemigos se me fueron haciendo evidentes. Dejó de ser una aventura espontánea y se convirtió en la visualización de sprites con velocidades fijas, señales sonoras pautadas y cajas de colisión definidas.
Entré en un Estado Zen que me dejó pasar el primer nivel, incluyendo los chillones “Burritos de la muerte” voladores. Me encontré con el primer jefe, que a fuerza de ataques y agacharme durante sus disparos, siempre terminaba arrollándome.
Hasta que encontré la manera de manipularlo. Era cuestión de acercarme a la distancia justa, disparar para hacerlo que saltara, y avanzar. Y el gigantesco cíclope unicornio retrocedía como un cachorrito asustado, a merced de mis disparos.

No tardé mucho más en aniquilar ese primer Boss, y pasar ese escenario. Mi primer jornada estaba terminada y yo podía darme brevemente por satisfecho.
Nada más errado.